La felicidad está en nuestra vereda
Alguna vez leía en una revista una pregunta que le hacían a
una persona sobre algún momento feliz que recordara de su infancia. El nombre del entrevistado, la revista y más aún
la respuesta que leí en ese momento dejaron de tener importancia, pero la
pregunta se me quedó grabada por un momento y quería contestarla con toda
sinceridad. Sé que nunca me iban a hacer
a mi una entrevista de ese tipo en una revista de ese tipo pero igual quería
contestarla y no me fue nada difícil.
Uno de los momentos felices de mi infancia eran los días domingo en la
tarde, cuando mi padre me invitaba a jugar futbol en la calle, en el garage de
la casa. No era exactamente un partido
de futbol, empezando porque no había más jugadores, tampoco teníamos arcos, y
mucho menos uniformes, solamente los dos, una pelota media gastada y el garage
de la casa, que en esos momentos dejaba de ser una simple puerta del lugar
donde guardábamos los carros para convertirse en mi arco de futbol. Tampoco era una final del campeonato mundial,
ni siquiera del campeonato del Estadio La Unión, era un simple domingo en
nuestra vereda.
Mi casa quedaba en una calle cerca de un ministerio público,
así que todos los días era muy transitaba y llena de gente, pero los domingos
se volvía quieta y solitaria. Teníamos
el garage, la vereda, luego la pista y finalmente la otra vereda, entonces mi
padre tomaba la pelota y se iba a la otra vereda, mientras yo me quedaba en mi
arco en forma de garage. Y allí me
tenían a mi, esperando la pelota que salía de la otra vereda, surcaba la pista
y llegaba, algunas veces a mis manos y otras directamente al arco haciendo un
tremendo ruido, que estaba lejos de parecerse a la los ruidos de la tribuna
(pero era lo más cercano que teníamos en ese momento), mientras yo me prometía
que en el próximo tiro iba a dejar el alma en la vereda con tal de acallar a
esa ruidosa tribuna.
Yo esperaba los domingos con ansias, algunas veces
encontrábamos algún carro estacionado en medio de nuestra cancha de futbol pero
eso no importaba en absoluto. Mira Pa’
ahora tenemos una barrera para los tiros libres, le decía emocionado y
sonriendo, y el también sonriendo se iba a su vereda, para empezar a formar
parte, sin que lo supiera, de uno de los momentos más felices de su hijo. Yo nunca contaba las horas, ni tampoco las
pelotas que venían desde la otra vereda, solamente las disfrutaba y estoy
seguro que mi padre también. Acababa la
tarde empapado en sudor y, con mi ropa totalmente llena de tierra y de gloria,
le decía al arco que volviera a ser garage y solo esperaba que pase rápido la
semana para volver a lustrar la vereda.
Ahora que me pongo a pensar y escribir sobre eso me
sorprendo la capacidad que teníamos (y que espero sigamos teniendo) para
sentirnos felices con cosas tan sencillas, tan cercanas. Amigos míos, la felicidad está en nuestra
propia vereda.
Creo que nunca le he compartido a mi padre lo
maravillosamente feliz que me sentía en esos momentos, era mi alegría absoluta. Ahora ya lo sabe.
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