Vacaciones en Mancora cap V
Vacaciones en Mancora
Capitulo V
El mar, un placer
Sin darme cuenta no tenía más cerveza y habíamos llegado al
final de la playa. El panorama era excepcional. Máncora se dividía
prácticamente en dos desde que uno la visualizaba a la entrada, todo a su
derecha era rústico y pobre, a la izquierda todo un contraste. Los cerros
cubrían aquella vista y solamente caminando uno podía ver en lo que se había
convertido esa franja árida y angosta. Donde antes había tierra y laderas ahora
había casas de verano, con jardines y palmeras, todas ellas mirando al mar. La
playa era angosta y larga, formándose acantilados con piscinas naturales en
algunos lugares donde las peñas sobresalen y otros abiertos completamente al
mar.
No me imaginaba que habíamos caminado tanto, no me sentía
fatigado, por el contrario, estaba todavía con el efecto de las cervezas,
aunque no me hacía gracia tener que caminar de vuelta. Para suerte mía todos
decidimos regresar al otro lado de la playa en moto-taxi. Sin pensarlo dos
veces fui el primero que subió a la moto. Como éramos cinco pensé que uno se
quedaría por sobrepeso. El chofer no se percató del hecho, y por un par de
soles nos llevó de vuelta. Cuarenta kilómetros por hora no es una gran velocidad,
pero cuando se está en una moto de tres ruedas con cinco pasajeros, la cosa es
distinta. El conductor que nos llevaba al parecer no sólo no tenía ningún
reparo con el maltrato que le daba a su vehículo, sino que tampoco lo tuvo con
nuestras vidas, en cualquier momento uno de nosotros podría haber salido
volando del asiento. Felizmente nada sucedió.
Siendo el único medio de transporte en el pueblo no
significaba que era confiado ni seguro. Después de la pesca artesanal y el
turismo de temporada, el taxi era la tercera actividad económica del pueblo, y
eso se podía notar por la cantidad de motos estacionadas en la vereda esperando
pasajeros, y la actitud más que competitiva de sus choferes por llevar a cuanta
gente se cruzaba por las calles.
El conductor nos dejó cerca del hostal y nos instalamos
nuevamente a la orilla de la playa la cual estaba repleta de veraneantes,
gordos y flacos, altos y bajos, viejos y jóvenes. Todos se veían igual de
felices ya sea sudando en una toalla echados en una toalla, chapoteando en la
orilla, bebiendo o leyendo una revista. A lo largo de la playa pasaban los
meceros de los restaurantes ofreciendo el menú y la carta. Bandeja de choros y
ceviche fue nuestra opción, sin olvidarnos por supuesto de un par de cervezas
bien heladitas. Con la panza llena y el corazón contento me di un chapuzón. Me
dejé llevar por el vaivén de las olas. Flotar boca arriba era más fácil que en
Lima, la razón debía ser porque había mayor cantidad de sal en el agua. De
cualquier manera, estaba flotando con los ojos cerrados. Por el rabillo de un
ojo me entraba el sol radiante, no lograba percibir una imagen, sólo una luz
blanca intensa. Escuchaba apenas una tonada de salsa que venía de los parlantes
de uno de los restaurantes. Podía haberme quedado dormido con facilidad ante
toda esa armonía y equilibrio. El mar por momentos se escurría en mi cara y
llenaba mis oídos de agua hasta mis orejas se hallaban bajo el nivel mar, y podía
escuchar el ruido de las piedras chirriando en el fondo.
Cerré los ojos con fuerza sin permitir que ningún rayo de luz
se filtrara entre ellos y tomé una generosa bocanada de aire. Suprimí la salida
hasta no poder contenerlo más y exhalé muy lentamente hasta que mis pulmones se
quedaron vacíos. Continué con el mismo ejercicio una vez más y como cada vez
que tenía la oportunidad de hacerlo se me venía a la mente esa imagen. La imagen
era la misma, se repetía, ahora era mil novecientos setenta y nueve y yo tenía
siete años, llevaba puesta una trusa al mejor estilo de los setenta, recuerdo
que era naranja con bordes blanco hueso, y estaba flotando boca arriba en las
aguas de Punta Arenas. Veía la imagen como si fuera una fotografía aérea, yo en
el medio del mar con las extremidades extendidas en forma de equis, el mar
tranquilo con cientos de minúsculas crestas enardecidas por el fuerte viento
del atardecer, a unos metros de distancia de la orilla aparecía una franja
amplia de arena limpia. Luego la imagen se movía lentamente de Oeste a Este, es
decir empezando donde el sol se esconde por las noches, girando y apareciendo
por el lado Este dando a la otra cara de la playa donde se apreciaba el malecón
y las casas en fila del otrora campamento de la International Petroleum
Company, en esa época propiedad del gobierno militar revolucionario. Al poco
tiempo de mi nacimiento mi padre fue trasladado al campamento de Zorritos y
luego Punta Arenas donde pasé la mayor parte de mi infancia. A veces antes de
acostarme por la noche quizás en buen augurio de lo que sería una noche sin
pesadillas se me aparecía esa misma imagen. Sin saberlo, ni quererlo, mi
subconsciente había perpetuado en la memoria lo que sería uno de los mejores
recuerdos de mi infancia.
Flotando y cuando estaba casi al punto de desdoblarme, porque
empezaba a verme sobre el mar de Máncora desde el cielo, escuché una voz que
gritaba mi nombre y se acercaba.
—¡Piero!
Todo desapareció de pronto, sentí sobre mi cara una ráfaga de
agua que me desubicó. Tragué agua salada, y maldecí al infierno por semejante
intromisión. Era Malena Denegri más conocida en la universidad como “la
Power” por tener un cuerpo impresionantemente poderoso. Por decisión
unánime había sido votada el cuero de la década. Fue descubierta por un grupo
de amigos en la academia preuniversitaria. Cada paso y postura eran comentados
por los estudiantes quienes no perdían uno solo de sus movimientos, su sonrisa,
sus jeans apretados, sus caderas, su pelo al volar con el viento; es
decir, estaban completamente hechizados por su belleza. Cuando Malena subía las
escaleras de la academia seguía de largo sin mira a los lados, sin mirar a
nadie, sin inmutarse de lo que alrededor pudiera acontecer, con la cabeza en
alto y la nariz respingada sabiendo que todos atrás la estaban mirando.
Desde aquella vez que tuvimos una larga conversación en el
restaurante de la plaza de armas no se desprendía de mí.
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